domingo, 28 de septiembre de 2014

Maraña [fragmentos #5]


Viajar en búho

Moisés y Bety se iban un rato antes del cierre. Yo me quedaba hasta el final con el rubio o el morocho. Cada noche Marcos venía a buscarme. Llegaba temprano y se sentaba en un rincón entre la barra y la pared. Aparecía con bufanda, guantes, gorro de lana, todo lo que pudiera ponerse encima. Quedaban al descubierto sólo los ojos y la nariz. No estábamos acostumbrados al frío seco de Madrid. Se nos metía como agujas a través de la piel. Yo le servía empanadas, pinchos calientes y, de postre, arrollado de dulce de leche y café. A veces, en lugar de café le cargaba el pocillo de Baileys. No nos permitían consumir los licores, pero el color era igual al de un cortado, nadie podía notarlo salvo oliéndolo. Le pasaba la comida espaciadamente cuando el dueño de turno estaba en otra cosa. Ellos se daban cuenta y miraban fijo, haciéndose ver, de manera que nos diera pudor y parásemos. Pero a nosotros pudor no nos daba. Nos cuidábamos en los detalles pero sin demasiada intriga. Marcos apoyaba su taza y un libro sobre la barra y leía hasta que mi turno terminase.  
Los domingos antes de volver a casa, pasábamos por el Seven Eleven ubicado frente a la boca del metro y nos metíamos chocolates o helados Häagen-Dazs en los abrigos. También mirábamos los libros y a veces encontrábamos tesoros, entre las góndolas del drugstore, que nos escondíamos entre la ropa. Teníamos que hacer rápido, para no ser descubiertos y para alcanzar el último metro.
Los sábados yo trabajaba hasta las cuatro o cinco de la mañana. Esperábamos en la misma esquina un bus que nos llevaba hasta Cibeles, donde confluían todos los búhos: los autobuses nocturnos de Madrid. Allí conectábamos con otro que nos acercaba a casa. Si perdíamos la conexión subíamos a pie por Gran Vía para no quedarnos quietos en el frío. Luego tomábamos alguna calle desierta del centro hasta a Sol y desde allí por Carretas hasta la Magdalena. Nos parecía que todas las calles tenían nombres pintorescos. Seguíamos contemplando la ciudad con ojos de extranjero. La caminata podía durar media hora, quizás un poco menos. A esas horas la Gran Vía era otra. En las fachadas de las grandes tiendas, en los recovecos de las entradas a los locales de moda o a los cines estaban las chicas orientales, rígidas como estatuillas. Adolescentes disfrazadas de putas. Entre ellas, separadas por una distancia de entre quince y treinta metros, había puestos de sopa montados sobre cajas de cartón. Los puesteros eran hombres y mujeres mayores de nacionalidad china. A la vista se armaban como segmentos familiares: una pareja entrada en años y a unos pasos una niña que podía ser perfectamente la hija del matrimonio. La sopa de arroz la conservaban en termos y en ollas de metal y la servían en envases vacíos de manteca, crema de leche, bebidas, yogures, cualquier cosa que aguantara la temperatura. 
       
Alquilábamos un departamento en Lavapiés, un barrio de viejos y de inmigrantes. Era un piso de tamaño medio dividido en dos partes: al frente, la peluquería de la propietaria y detrás, una habitación amplia, una cocina minúscula, una pequeña sala de estar y un baño. Del balcón de nuestra habitación colgaba un cartel al que le faltaban algunas letras: Paloma. Peluquería de señoras. Durante la semana compartíamos el espacio con ella. Mientras el salón de peinados estaba abierto nos movíamos en la habitación. Pasábamos a la cocina y al baño lo mínimo indispensable. Después de las siete de la tarde y de domingos a lunes, también podíamos usar la sala de estar. Allí había un televisor viejo colocado en un gran modular lleno de vírgenes, estampitas, fotos de Paloma con dos muchachos y fotos de uno de los muchachos rodeadas de velas y rosarios. Además había dos sillones de caña y una mesa ratona con revistas de chismes que yo leía los domingos. Con Paloma nos cruzábamos poco. Prácticamente no la conocíamos aunque habitábamos en la trastienda de su vida.

En una ocasión visitamos su casa. En realidad, no fue una visita sino una pasada a raíz de un contratiempo. Un viernes, al cerrar la peluquería, había trabado la puerta principal con un cerrojo del cual no teníamos llave. Tuvimos que llamarla desde una cabina. Se disculpó por la distracción y nos pidió que pasásemos a buscar la llave que nos faltaba. La casa de Paloma no tenía nada que ver con su peluquería de Lavapiés. Era un departamento moderno, estilo ochentoso, con varias paredes espejadas, adornos puntudos y brillosos, muebles rectilíneos tapizados con paños chillones y, por todas partes, más fotos de ella y los muchachos. Había otro santuario, ubicado en una mesa redonda. Un gran portarretratos con la foto del joven, rodeado de santos, flores y una vela encendida. A Paloma se la notaba nerviosa, no incómoda, sino excitada, exultante. Daba la impresión de que no acostumbraba recibir gente allí. No pudimos disimular la mirada sobre la mesita. Ella se dio cuenta y nos contó que se trataba de su hijo mayor que había muerto en un accidente de moto. Nos dijo que rezaba por su alma cada día y que él estaba siempre con ella. Del otro chico que aparecía en las fotos no habló.
Después volvimos a la dinámica habitual: la veíamos poco y casi no conversábamos. Seguimos viviendo como antes, entre las imágenes del hijo muerto y las velas consumidas que quedaban al final de cada jornada.

Un día antes de dejar Madrid, mientras hacíamos las valijas para volver a Argentina, le contó a Marcos sobre el otro hijo. No se hablaban desde hacía varios años. Paloma lloraba y pedía consejos. Estábamos los tres de pie en el metro y medio de la cocina. Pero ella le hablaba a él, llorando y mirándolo a los ojos. Yo me quedé en silencio. No quise irrumpir en esa intimidad. Mientras la escuchaba pensaba que las distancias no se hacen de espacio sino de tiempo. Pensé en nosotros siendo felices en la pieza detrás del cartel mientras ella peinaba a las señoras y no se le escapaba una pizca de dolor. En ese momento no me daba cuenta, pero ahora creo que fue lo más parecido que me pasó a vivir en una película de Almodóvar. No por la historia, sino por los tonos. Las historias están todas contadas, la diferencia reside en los colores, las texturas, la luz y la sombra, los puntos y las comas, la cadencia, el maquillaje.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario