martes, 17 de noviembre de 2015

El cielo que estamos viendo es el pasado



  Me levanté antes del amanecer. Abrí una reposera y me senté entre las plantas del balcón. Adentro no queda un sólo un rincón despejado. Caminé, a través de las cajas y la mugre amontonada, desde la cama hasta aquí. Una luz pareja de un celeste blanquecino sin sol cae sobre los techos, alumbra el paisaje geométrico de las terrazas y los balcones. Las imágenes pasan frente a mis ojos como diapositivas. Un núcleo de luz inmóvil y alrededor, penumbra. Ocre, anaranjado, filmina. Los edificios, la calle vacía. Estoy sentada sobre una maqueta opaca de mi vida. A esta hora el sol no proyecta sombras, contemplo una ciudad sin relieves. Escribo tintes rojizos en el cielo. La frescura me despierta de a poco. Siempre me resultó más fácil escribir que vivir.
   Corto una naranja y me la como de a cuartos. Arranco la cáscara con los dientes. El jugo chorrea sobre mis manos y sobre la planta de aloe vera. Me pregunto si el jugo de las naranjas produce el mismo efecto corrosivo que el del limón. Recuerdo una vez en Brasil. Me había enchastrado las manos con limón, mientras comía ostras al sol de final de tarde. En un lapso breve, la piel de las manos y las muñecas se había llenado de manchas rosadas y rojas. Ardía. En el dispensario de salud me explicaron que eran quemaduras de segundo grado producidas por el ácido del limón que se activa con la radiación solar. No me había dado cuenta mientras sucedía, recién advertí que me había quemado cuando aparecieron las marcas y el dolor. En Brasil amanece y atardece ardiendo.
En el balcón el sol empieza a pegar enseguida. Las figuras que compone entre luz y sombras también son hermosas, pero es demasiado. El resplandor no deja ver. Entro y cierro las cortinas. El albor permanece del otro lado como una reminiscencia.

   Uno percibe cuando algo cambia. Algo se rompe. Hay cosas que no tienen muchos modos de ser dichas. Para mí suena cursi decir algo se rompe, así hablan en las novelas de la televisión, en las comedias de amor. Es así el amor, digo yo. Algo por dentro. En realidad no se sabe, se presiente. Cuando todavía hay cuerda, aunque ya uno vislumbre que queda poca, sigue tirando. Incluso cuando el momento se acerca, cuando se está por acabar, uno sigue. Camina hasta el borde del precipicio. Camina mientras puede caminar. En el amor sólo se puede ir hasta el final. No existe detenerse a tiempo, salvo en las ficciones. Uno no para. Hasta sentir el trac por dentro y saber que no puede ir más lejos. Y aún así, continúa otro tramo por inercia. Ya no camina, se deja arrastrar. Por un tiempo como si fuera para siempre, en el límite y sin soga. Así termina el amor. Aunque yo creo que no termina, pero hay algo que culmina y es así cómo sucede. Hace poco leí un graffiti impresionante: Antes de rendirnos fuimos eternos. Trac puro, te juro, por dentro. No sé si nos rendimos o nos agotamos o qué pasó, pero lo otro sí: fuimos eternos, eso fuimos nosotros dos.

Bandidos rurales

BANDIDOS RURALES: Revista literaria editada por Sebastián Rogelio Ocampo.
En este número, una entrevista a Natalia Massei, autora de Maraña.

Link: 
Bandidos Rurales Nº3

domingo, 11 de octubre de 2015

Un intervalo breve



 Una vez por semana Aurelia le pide la tijera a Verónica. Su mamá es peluquera y la manda con tijeras de peluquería. Tijeras de verdad en lugar de ésas de plástico y punta redonda que no cortan nada. Vero sabe para qué la quiere. Le da asco prestársela, pero no se sabe cómo decirle que no. A nosotros también nos da asco y mientras la vemos apoyar el pie sobre la silla y curvarse con esfuerzo para cortarse las uñas frente a todo el curso, pensamos en la pobre Verónica y juramos que aunque nuestros papás nos den permiso, nunca vamos a traer a la escuela tijeras de verdad.


Un rectángulo de paredes verde musgo, un color sufrido que disimula la mugre. Una mesa larga en el centro y varias sillas de algarrobo. Muebles pesados y antiguos tallados con motivos florales en los bordes y en las patas. Todo concebido para durar. Dos tubos fluorescentes alumbran de gris, no platinado sino ceniza. El tono oscuro ayuda cuando vengo con sueño. Me mantiene en la placidez de la duermevela. Hace años que trabajo en la escuela. La sala de profesores, sin embargo, me sigue pareciendo un lugar ajeno.
Tenemos varias ventanas orientadas hacia el patio interno, desde allí se puede ver el gimnasio, que es también salón de actos, ubicado del otro lado del respiradero. A las siete y media, todos los días suena Aurora. Los alumnos saludan a la bandera ordenados en filas. Cuando el himno empieza a escucharse desde dos parlantes que hacen ruido de fritura, mis compañeros interrumpen la charla. Algunos se ponen de pie: los brazos caídos delante del torso y las manos juntas apoyadas debajo del abdomen, el pecho apuntando a los ventanales. No cantan, permanecen en esa posición mientras se escucha la música. Varios recogen sus carpetas y corren hacia el gimnasio antes de que termine el ritual. Otros nos quedamos sentados. Casi siempre pasa igual, lo tengo bien estudiado. De la melodía nos llega un eco que amplifica el silencio. Con los últimos acordes, las conversaciones se reanudan y los que se habían ido vuelven. 

domingo, 23 de agosto de 2015

Mamushka



Se hizo tarde y empezamos sin Helena. Habíamos llegado temprano para armar los tablones y preparar las mesas. Eran más de las diez, teníamos hambre. Sobre todo Griselda. Ni bien nos sentamos se lanzó sobre la panera y la acaparó sin ninguna delicadeza. Hundió los panes uno a uno en el chimichurri mientras mirábamos para otro lado porque nos daba vergüenza ajena verla comer así justamente a ella que era una chica tan recatada. En el pueblo era famosa por su lemon pie. Decía que era un talento heredado de su madre. A todas las reuniones llevaban una de esas tartas que además hacían por encargo. Griselda y Helena se parecían bastante, las dos de figura redonda, siempre prolijas y sonrientes como dos muñequitas rusas. Eso era Griselda para mí, una muñeca encerrada dentro de otra. Una chica tímida, de poco hablar. Helena, su mamá, en cambio, era una radio. Venían de Rosario. Al pueblo habían llegado solas y habían alquilado una casa frente a la plaza. Del padre de Griselda nunca se supo nada. Las viejas del almacén no se habían privado de preguntar, pero con ese tema Helena era muy reservada. No se le escapaba una palabra de más. A través de Griselda, por otra parte, hubiera sido imposible enterarse de algo. Muñeca escondida dentro de otra cuyo interior permanecía cerrado. En ella se clausuraba esa magia de Matrioshka que prometía siempre otra muñeca albergadora, a su vez, de una más pequeña, sin que uno supiera nunca, antes de abrirlas, cuál sería la última.

La noche avanzaba y Helena no llegaba, cosa bastante rara porque jamás se perdía una comida de la vecinal y, fundamentalmente, porque pocas veces salía sin la compañía de su hija. Decía que era por la seguridad de la chica pero todos sabíamos que era incapaz de desplazarse sin su ayuda. Nos preguntábamos cómo haría para venir sola. Griselda se había limitado a avisar que su madre se había demorado. Lo había mencionado al pasar como si fuese natural que cada una anduviera por su lado. La verdad es que prácticamente no salían, diligencias mínimas y las compras matutinas. Algunos domingos por la tarde, desde la plaza, se la veía a Griselda asomada a la ventana mientras le cebaba mates a Helena, instalada un poco más atrás frente al televisor. Por algún misterio acústico el sonido del aparato se escuchaba nítidamente desde el arenero: al barullo difuso de los chicos jugando se superponía la banda sonora de alguna comedia romántica apta para todo público o las atrocidades sin filtro que intercalaba, entre noticias banales y actualidad política, el canal informativo. A veces yo me acercaba y le pedía un mate. Ella me daba, pero era evidente que se ponía incómoda. Sentía en la nuca la mirada fija de su madre.

Nos habíamos conocido en la cola del banco. Ella iba los lunes, siempre a la misma hora. Llegaba quince minutos antes de que la sucursal abriera y esperaba sentada en el borde del macetero junto a la puerta. Las primeras dos veces fueron casualidad. Me saludaba como uno saluda a cualquiera que conoce de vista. Un ademán con la mano, levantar el mentón y nada más. Me gustó desde el primer momento. Empecé a ir todas las semanas en ese horario para encontrarla. Le sacaba conversación y ella respondía. Hablaba pausado como si cada cosa que dijera fuese importante y mereciera un preámbulo y un tiempo propios. Un día la invité a tomar un café después del banco. Estaba segura que diría que no, pero aceptó. Era primavera, recuerdo que caminamos hasta la heladería de la ruta. Pidió café y tostadas con manteca y yo, té con leche y facturas. Me contó que prefería lo salado y que las tartas que vendían junto con su madre ni las probaba, seguía las recetas de memoria.

viernes, 27 de marzo de 2015

Caja negra



Como en un hormiguero, avanzamos entre las mesas en fila india. Luci delante de mí, así puedo verla. Marcos detrás, haciendo equilibrio con una bandeja repleta de porquerías. En sentido contrario viene un grupo de adolescentes salidos de un video de Wisin & Yandel. El ringtone de alguno de sus teléfonos musicaliza la escena. 

¡Latinos!
Nuevamente el dúo dinámico apunta otro palo,
One million, en el libro de Guinness
El Capitán Yandel en Sociedad con W,
los vaqueros, la sociedad del dinero...
¡Una organización creada sin fines de lucros
controlando los masas y las avenidas! 


Es como estar adentro de una película doblada. Los chicos se desvían justo una mesa antes de impactar con nosotros. Por la derecha se acerca un grupo de floggers como bandada de mariposas. Para Luci es un shock de estímulos visuales. Anda perdida a punto de chocar a cada paso. Por fin encontramos una mesa vacía. Recolectamos tres sillas por ahí. Muy cerca, una señora de labios voluptuosos –quizás colágeno, quizás Botox– saca leche en polvo de un tupper y prepara una mamadera para el bebé que espera en un coche de marca italiana. La chica de la mesa de al lado cruza las piernas mostrando sus botas de caña alta Ricky Sarkani. El maquillaje le combina con el tono de la campera de cuero beige. Detrás, una familia numerosa ha unido tres mesas. Comen con voracidad y no conversan. No muy lejos, una joven cruzada de brazos espera que su esposo (supongamos que es su esposo), mayor que ella y excedido en alhajas masculinas, termine su hamburguesa. La cara larga de la mujer es prominente. ¿La habrían engañado las joyas? ¿Habría soñado con otro futuro al lado de este tipo tuneado? Todo para terminar acá. Una nena de doce años camina detrás de su madre. Debe medir dos metros. Se lleva todo por delante mientras habla por teléfono. En medio del gentío diviso a mis vecinos, un matrimonio tipo de mediana edad. Esperan que se libere alguna mesa.
En el centro de mi escena estamos nosotros: Marcos, Luci y yo. Sin embargo, los veo borrosos. No logro focalizar. Ellos ya abrieron sus envoltorios de comida rápida. Yo sigo sin decidirme: Subway, Mac Donald´s, Billy Lomito, Pizza Hut, Burger King, Ave Cesar.