domingo, 26 de febrero de 2017

martes, 24 de enero de 2017

Reseña: "La hojarasca del ser" por Jonás Gómez en Sólo Tempestad




En el 2014 Natalia Massei publicó, a través de Baltasara Editora, el libro de cuentos Maraña. Si bien Massei ya había publicado cuentos en antologías (en base a la información que ofrece la solapa) este es su primer libro. ¿Este dato debe ser tenido en cuenta a la hora de leer/reseñar un cuerpo de textos? Cada uno tendrá su propia perspectiva sobre la situación.

Hay, en este conjunto de relatos, algunas vetas que se reiteran: el foco puesto en los vínculos familiares, el registro de lo cotidiano, la violencia latente entre los personajes. En la primera historia, “El ruido de la carcoma”, la protagonista, con un embarazo avanzado, vacaciona junto a su familia. En un contexto de desconexión con su pareja, y un ruido interno/externo creciente, decide irse, abandonar a los suyos a la buena de dios. Hay, en esta historia, quizás una de las más sólidas del libro, algunas imágenes cálidas y a la vez extrañas sobre el vínculo de la madre con el hijo por nacer. Un ejemplo: “Me detengo en una estación de servicio a tomar algo fresco. La bebida azucarada estimula al bebé que se mueve de un lado a otro. Me lo imagino nadando en agua dulce con los ojos cerrados”.

En “Tatuada”, tercer relato, un padre debe ir a la morgue a reconocer el cuerpo de su hija. En la historia hay un recuento de los vínculos sentimentales que mantuvo con hombres y cómo cada nombre se fue alojando en la piel. La situación de la trama, el peor escenario posible para un padre, podría ser suficiente para instalar un ambiente de dureza, pero hacia el final del relato Massei busca un giro extra, de palabras trascendentes, cuando quizás lo mejor hubiera sido dejar la cámara fija en la escena y que el lector permaneciera ahí.

En “Maraña”, el cuento que da título al libro, se inicia con el relato en primera persona de una mujer que recuerda su estadía en Madrid, años atrás, con un trabajo de camarera (guiño de época a los viajes argentinos en la década del 90) y un personaje al que se le intenta dar entidad, Bety, en esa ciudad poblada por inmigrantes en busca de una mejor vida. Ya en el primer párrafo se nos señala a Bety como personaje relevante en la trama (parte del relato está construido en torno a ella), pero esa suerte de promesa inicial no se termina de desplegar en las páginas finales.

En “Caja Negra” una madre y sus hijos (otra vez los vínculos filiales) caminan entre la gente en un patio de comidas de shopping. Con mucho acierto Massei pone el foco en el intercambio de comida por dinero, en ese ámbito de compradores, para pensar la economía, también, por fuera de los paseos de compra.

En el cierre del libro se encuentra “El cielo que estamos viendo es el pasado”, un texto que es partes iguales de relato de separación-mapa de lecturas en el que la protagonista se pasea por las cajas del quiebre de un vínculo-de una biblioteca. En un repaso breve por ciertos títulos de peso para la protagonista flota una pregunta para todo lector: ¿qué se hace con los libros, esos objetos en los que se deposita tanta subjetividad, tanta carga intelectual y emotiva, una vez que concluye la convivencia?

Maraña (2014)
Autor: Natalia Massei
Editorial: Baltasara Editora
Género: Cuentos

http://www.solotempestad.com/masseixgomez/


sábado, 22 de octubre de 2016

Lectura en Ciclotimia. Septiembre, 2016

Fragmento de "El cielo que estamos viendo es el pasado"





CICLOTIMIA es un producto de Tres Cabezas (Pablo Castro Leguizamón y Erika Aristides) 

lunes, 11 de julio de 2016

Compartiendo lecturas

En el marco de un proyecto institucional, Natalia Massei, fue invitada a participar de una jornada de lectura y conversación con alumnos de la Escuela EEMPA 1312 "Bandera Santafesina", quienes realizaron un trabajo a partir del cuento "Tatuada", uno de los relatos que integran "Maraña".







martes, 17 de noviembre de 2015

El cielo que estamos viendo es el pasado



  Me levanté antes del amanecer. Abrí una reposera y me senté entre las plantas del balcón. Adentro no queda un sólo un rincón despejado. Caminé, a través de las cajas y la mugre amontonada, desde la cama hasta aquí. Una luz pareja de un celeste blanquecino sin sol cae sobre los techos, alumbra el paisaje geométrico de las terrazas y los balcones. Las imágenes pasan frente a mis ojos como diapositivas. Un núcleo de luz inmóvil y alrededor, penumbra. Ocre, anaranjado, filmina. Los edificios, la calle vacía. Estoy sentada sobre una maqueta opaca de mi vida. A esta hora el sol no proyecta sombras, contemplo una ciudad sin relieves. Escribo tintes rojizos en el cielo. La frescura me despierta de a poco. Siempre me resultó más fácil escribir que vivir.
   Corto una naranja y me la como de a cuartos. Arranco la cáscara con los dientes. El jugo chorrea sobre mis manos y sobre la planta de aloe vera. Me pregunto si el jugo de las naranjas produce el mismo efecto corrosivo que el del limón. Recuerdo una vez en Brasil. Me había enchastrado las manos con limón, mientras comía ostras al sol de final de tarde. En un lapso breve, la piel de las manos y las muñecas se había llenado de manchas rosadas y rojas. Ardía. En el dispensario de salud me explicaron que eran quemaduras de segundo grado producidas por el ácido del limón que se activa con la radiación solar. No me había dado cuenta mientras sucedía, recién advertí que me había quemado cuando aparecieron las marcas y el dolor. En Brasil amanece y atardece ardiendo.
En el balcón el sol empieza a pegar enseguida. Las figuras que compone entre luz y sombras también son hermosas, pero es demasiado. El resplandor no deja ver. Entro y cierro las cortinas. El albor permanece del otro lado como una reminiscencia.

   Uno percibe cuando algo cambia. Algo se rompe. Hay cosas que no tienen muchos modos de ser dichas. Para mí suena cursi decir algo se rompe, así hablan en las novelas de la televisión, en las comedias de amor. Es así el amor, digo yo. Algo por dentro. En realidad no se sabe, se presiente. Cuando todavía hay cuerda, aunque ya uno vislumbre que queda poca, sigue tirando. Incluso cuando el momento se acerca, cuando se está por acabar, uno sigue. Camina hasta el borde del precipicio. Camina mientras puede caminar. En el amor sólo se puede ir hasta el final. No existe detenerse a tiempo, salvo en las ficciones. Uno no para. Hasta sentir el trac por dentro y saber que no puede ir más lejos. Y aún así, continúa otro tramo por inercia. Ya no camina, se deja arrastrar. Por un tiempo como si fuera para siempre, en el límite y sin soga. Así termina el amor. Aunque yo creo que no termina, pero hay algo que culmina y es así cómo sucede. Hace poco leí un graffiti impresionante: Antes de rendirnos fuimos eternos. Trac puro, te juro, por dentro. No sé si nos rendimos o nos agotamos o qué pasó, pero lo otro sí: fuimos eternos, eso fuimos nosotros dos.