Una vez por semana Aurelia le
pide la tijera a Verónica. Su mamá es peluquera y la manda con tijeras de
peluquería. Tijeras de verdad en lugar de ésas de plástico y punta redonda que
no cortan nada. Vero sabe para qué la quiere. Le da asco prestársela, pero no
se sabe cómo decirle que no. A nosotros también nos da asco y mientras la vemos
apoyar el pie sobre la silla y curvarse con esfuerzo para cortarse las uñas
frente a todo el curso, pensamos en la pobre Verónica y juramos que aunque
nuestros papás nos den permiso, nunca vamos a traer a la escuela tijeras de
verdad.
Un rectángulo de paredes verde
musgo, un color sufrido que disimula la mugre. Una mesa larga en el centro y
varias sillas de algarrobo. Muebles pesados y antiguos tallados con motivos
florales en los bordes y en las patas. Todo concebido para durar. Dos tubos
fluorescentes alumbran de gris, no platinado sino ceniza. El tono oscuro ayuda
cuando vengo con sueño. Me mantiene en la placidez de la duermevela. Hace años
que trabajo en la escuela. La sala de profesores, sin embargo, me sigue
pareciendo un lugar ajeno.
Tenemos varias ventanas
orientadas hacia el patio interno, desde allí se puede ver el gimnasio, que es
también salón de actos, ubicado del otro lado del respiradero. A las siete y
media, todos los días suena Aurora.
Los alumnos saludan a la bandera ordenados en filas. Cuando el himno empieza a
escucharse desde dos parlantes que hacen ruido de fritura, mis compañeros
interrumpen la charla. Algunos se ponen de pie: los brazos caídos delante del
torso y las manos juntas apoyadas debajo del abdomen, el pecho apuntando a los
ventanales. No cantan, permanecen en esa posición mientras se escucha la
música. Varios recogen sus carpetas y corren hacia el gimnasio antes de que
termine el ritual. Otros nos quedamos sentados. Casi siempre pasa igual, lo
tengo bien estudiado. De la melodía nos llega un eco que amplifica el silencio.
Con los últimos acordes, las conversaciones se reanudan y los que se habían ido
vuelven.