domingo, 23 de agosto de 2015

Mamushka



Se hizo tarde y empezamos sin Helena. Habíamos llegado temprano para armar los tablones y preparar las mesas. Eran más de las diez, teníamos hambre. Sobre todo Griselda. Ni bien nos sentamos se lanzó sobre la panera y la acaparó sin ninguna delicadeza. Hundió los panes uno a uno en el chimichurri mientras mirábamos para otro lado porque nos daba vergüenza ajena verla comer así justamente a ella que era una chica tan recatada. En el pueblo era famosa por su lemon pie. Decía que era un talento heredado de su madre. A todas las reuniones llevaban una de esas tartas que además hacían por encargo. Griselda y Helena se parecían bastante, las dos de figura redonda, siempre prolijas y sonrientes como dos muñequitas rusas. Eso era Griselda para mí, una muñeca encerrada dentro de otra. Una chica tímida, de poco hablar. Helena, su mamá, en cambio, era una radio. Venían de Rosario. Al pueblo habían llegado solas y habían alquilado una casa frente a la plaza. Del padre de Griselda nunca se supo nada. Las viejas del almacén no se habían privado de preguntar, pero con ese tema Helena era muy reservada. No se le escapaba una palabra de más. A través de Griselda, por otra parte, hubiera sido imposible enterarse de algo. Muñeca escondida dentro de otra cuyo interior permanecía cerrado. En ella se clausuraba esa magia de Matrioshka que prometía siempre otra muñeca albergadora, a su vez, de una más pequeña, sin que uno supiera nunca, antes de abrirlas, cuál sería la última.

La noche avanzaba y Helena no llegaba, cosa bastante rara porque jamás se perdía una comida de la vecinal y, fundamentalmente, porque pocas veces salía sin la compañía de su hija. Decía que era por la seguridad de la chica pero todos sabíamos que era incapaz de desplazarse sin su ayuda. Nos preguntábamos cómo haría para venir sola. Griselda se había limitado a avisar que su madre se había demorado. Lo había mencionado al pasar como si fuese natural que cada una anduviera por su lado. La verdad es que prácticamente no salían, diligencias mínimas y las compras matutinas. Algunos domingos por la tarde, desde la plaza, se la veía a Griselda asomada a la ventana mientras le cebaba mates a Helena, instalada un poco más atrás frente al televisor. Por algún misterio acústico el sonido del aparato se escuchaba nítidamente desde el arenero: al barullo difuso de los chicos jugando se superponía la banda sonora de alguna comedia romántica apta para todo público o las atrocidades sin filtro que intercalaba, entre noticias banales y actualidad política, el canal informativo. A veces yo me acercaba y le pedía un mate. Ella me daba, pero era evidente que se ponía incómoda. Sentía en la nuca la mirada fija de su madre.

Nos habíamos conocido en la cola del banco. Ella iba los lunes, siempre a la misma hora. Llegaba quince minutos antes de que la sucursal abriera y esperaba sentada en el borde del macetero junto a la puerta. Las primeras dos veces fueron casualidad. Me saludaba como uno saluda a cualquiera que conoce de vista. Un ademán con la mano, levantar el mentón y nada más. Me gustó desde el primer momento. Empecé a ir todas las semanas en ese horario para encontrarla. Le sacaba conversación y ella respondía. Hablaba pausado como si cada cosa que dijera fuese importante y mereciera un preámbulo y un tiempo propios. Un día la invité a tomar un café después del banco. Estaba segura que diría que no, pero aceptó. Era primavera, recuerdo que caminamos hasta la heladería de la ruta. Pidió café y tostadas con manteca y yo, té con leche y facturas. Me contó que prefería lo salado y que las tartas que vendían junto con su madre ni las probaba, seguía las recetas de memoria.

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