viernes, 16 de mayo de 2014

Maraña remix


[Fragmentos seleccionados y leídos por Carolina Musa durante la presentación de Maraña]


Todo empezó con el ruido. Un serrucho repetido y persistente. Lo advertí cuando entré por primera vez a la habitación en la que dormiríamos Marcos y yo. La pieza estaba limpia, la cama sin sábanas y los muebles vacíos. Era sencillo revisar cada rincón. El sonido se hacía más fuerte cerca de una de las mesas de noche. Pensé que podía ser un cortocircuito en los cables del velador. Lo desenchufé pero no cesó. Busqué dentro del placard, en los cajones, debajo de la cama. Hasta que noté los agujeros en la mesa de noche. Entradas bien delineadas que abrían túneles donde la luz de la linterna no accedía. Supe, navegando en Internet, que no podía tratarse de termitas porque éstas no emiten sonidos audibles y dejan en la materia devorada otra clase de marcas. Se trataba de la carcoma. El ruido de los bichos, toda la noche y todo el día carcomiendo, no me deja descansar. Cierro los ojos y escucho el crujido de la madera.

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Pienso en una mujer muy vieja arañando la madera con sus uñas largas, rasqueteando con los cinco dedos estirándose y contrayéndose como lo hacen las patas de una araña cuando avanza. El ruido es continuo. Por momentos, el serrucho se desdobla y se superponen varios chirridos. Hace mal a los dientes. Al borde de la ruta, las imágenes me atraviesan como la carcoma.

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La noche cayó hace rato. Después de horas en la ruta, la oscuridad es un alivio. El ir y venir de autos es el único sonido alrededor, una esquela. Ni bien atravieso el portón siento el balido apaciguado de Máximo. Me sorprende su presencia. Él también ha regresado. Lo están curando en una cajita de fósforos. Siento detrás de mí un gran vacío. La sensación de un precipicio a mis espaldas. Las piernas flojas. La puerta de nuestra cabaña está entreabierta, las luces encendidas. Entro como un fantasma. Luci mira televisión recostada en el sofá cama del comedor. Marcos me echa una mirada fugaz y sigue escribiendo en la computadora. No parece que hayan cenado.

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Como un mazazo, se me vino a la cabeza aquella vez en la esquina de la pescadería de Paraguay y Zeballos. Solíamos bajar del colectivo allí y ella siempre me pedía entrar para mirar los pescados. Esa tarde habían sacado una mesa cubierta de hielo a la vereda para exhibir un tiburón. Una bestia imponente, de piel azul grisácea, desplomada sobre la escarcha. El pez conservaba la mandíbula abierta, el último instinto de furia. Varias hileras de dientes afilados para matar le daban un aspecto aterrador. Pero la muerte se le había metido, sobre todo, en los ojos fríos y grises. Se veía, en esos ojos vacuos, la fuerza del animal, la desesperación por salvar la vida, el dolor final, la sublevación, el grito en esa mirada arrebatada. Me olvidé por un instante que ella estaba parada al lado mío, agarrada de mi mano. Me habían absorbido los ojos del tiburón. Me devolvió de súbito a la realidad la voz infantil de Brenda:
–¿Está muerto?
Saliendo del atontamiento, la miré y vi el horror en sus ojitos frescos, llenos de vida y de candor. Me di cuenta de que era la primera vez que se encontraba de frente con la muerte, no tanto con la idea, sino con su materialidad, abrasiva como la piel de esa pobre bestia sobre la mesa.
–No, mamita, es un muñeco –respondí con certeza.
Pareció satisfecha con la respuesta. ¿Qué buscaba su pregunta sino alivio? Por entonces, todavía tenía el poder de subordinar la evidencia a la ilusión. Le tironeé suavemente el brazo, indicándole que nos íbamos. Ella no opuso resistencia. Un perro callejero lamía, entusiasmado, la cola del tiburón que colgaba desde uno de los extremos de la mesa de aluminio.

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Uno percibe cuando algo cambia. Algo se rompe. Hay cosas que no tienen muchos modos de ser dichas. Para mí suena cursi decir algo se rompe, así hablan en las novelas de la televisión, en las comedias de amor. Es así el amor, digo yo. Algo por dentro. En realidad no se sabe, se presiente. Cuando todavía hay cuerda, aunque ya uno vislumbre que queda poca, sigue tirando. Incluso cuando el momento se acerca, cuando se está por acabar, uno sigue. Camina hasta el borde del precipicio. Camina mientras puede caminar. En el amor sólo se puede ir hasta el final. No existe detenerse a tiempo, salvo en las ficciones. Uno no para. Hasta sentir el trac por dentro y saber que no puede ir más lejos. Y aún así, continúa otro tramo por inercia. Ya no camina, se deja arrastrar. Por un tiempo como si fuera para siempre, en el límite y sin soga. Así termina el amor. Aunque yo creo que no termina, pero hay algo que culmina y es así cómo sucede. Hace poco leí un graffiti impresionante: Antes de rendirnos fuimos eternos. Trac puro, te juro, por dentro. No sé si nos rendimos o nos agotamos o qué pasó, pero lo otro sí: fuimos eternos, eso fuimos nosotros dos.

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Él trabajaba doce horas todos los días salvo los fines de semana que hacía medio turno. Día libre no tenía. Sus tareas eran limpiar, acomodar, reponer mercaderías y ayudar en la cocina. Pelar, cortar y freír papas, hornear empanadas, rellenar arrollados de dulce de leche, preparar ensaladas. Todas sus funciones, salvo la limpieza antes de abrir, las realizaba en el sótano. Los dueños le habían indicado no subir mientras el bar estaba abierto. De Bety no había hablado nunca hasta que un día apareció con ella y la presentó como su señora. La mujer contó que hacía poco había llegado a Madrid y que Moisés la había traído desde Ecuador con los ahorros de tres años. Tenían una hija de once que había quedado a cargo de los abuelos. Sofía se llamaba la nena. Eso lo recuerdo bien. Durante las primeras semanas, cada vez que la nombraba se le ponían los ojos vidriosos. Eran unos ojos escondidos al fondo de unos hoyos profundos y angostos. Las lágrimas quedaban contenidas allí. Un estanque en los ojos tenía.
Al principio venía solamente los domingos. Le hacía compañía a Moisés y, de vez en cuando, lo ayudaba con el trabajo. Era el día en que él salía temprano y podían irse juntos. Por otra parte, Bety decía que no tenía otro sitio adonde ir. Al poco tiempo frecuentaba el bar también los sábados. Para ella era más complicado porque servíamos copas y a veces terminábamos de madrugada. Moisés le insistía en que volviese a casa sola, antes de que pasara el último metro, pero ella prefería esperarlo. Tenía una obsesión con el metro. Decía que no lo entendía. Que era como un ovillo enredado, una maraña. ¿Cómo desentrañar el itinerario desde un punto hacia otro? Desplegaba sobre la barra un plano tamaño bolsillo y trazaba trayectos con los dedos siguiendo las líneas de colores. Me indicaba cruces y caminos incomprensibles. Conocía poco la ciudad. La proyectaba en la red del metro, imaginaba recorridos. 

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